Thu, 05/28/2020 - 22:57

MAURICIO

MAURICIO

En el año de 1996 Mauricio tenía 8 años, un niño como cualquier otro; activo, inocente, alegre; sin embargo, soportaba una condición que ningún otro de sus compañeros de salón de clases tenía. Padecía leucemia; una enfermedad agresiva que de manera desmedida produce células, descontrola la médula ósea y no permite que la sangre cumpla con su función. Ataca a miles de seres humanos en el mundo; adultos en cualquier etapa de sus vidas y a niños que por la gravedad de los síntomas, comienzan a vivir su infancia en las instalaciones de algún centro hospitalario.

El Rector y la coordinadora de disciplina del colegio en donde estudiábamos, me pidieron el favor de acompañar a Mauricio y a su familia brindándoles desde mi experiencia, palabras de apoyo, solidaridad y que vieran en mí, un caso de recuperación total a esa enfermedad. En ocasiones y cuando su tratamiento lo permitía, salía con Mauricio a disfrutar de algún helado o simplemente compartíamos un momento entre él y yo para que me contara, con total inocencia sobre lo más doloroso e incómodo del pesado tratamiento al cual era sometido. Lucía cada día una gorra distinta con la que ocultaba su prematura calvicie ocasionada por las quimioterapias. Gozaba de un apetito voraz que, para cualquier persona ésta sería una señal de buena salud pero que, en el caso de Mauricio; se debía al efecto que produce un medicamento llamado Scherisolona; el cual contiene un componente llamado Prednisolona; éste genera en pacientes aparte de antojos y apetito constante, una hinchazón en el rostro producto de retención de líquidos en la cara. Todo aquello no importaba porque construimos una estrecha amistad.

Mauricio era hijo único de una pareja joven, que intentaba infructuosamente darle un hermanito que pudiera ser ese bálsamo y compañía que aliviara en cierta medida, el difícil momento por el cual atravesaban. Sus padres no contaban -como en casi todos los casos- con los medios económicos suficientes para poder afrontar los elevados costos de las medicinas y los constantes controles médicos. Aun así, Mauricio era feliz y disfrutaba sin reparo los ratos de descanso junto a sus compañeros de clases y jamás se sintió discriminado o minimizado por su condición. Tampoco su estado de ánimo se veía afectado por sus frecuentes ausencias a clases, debido a las recaídas que son las amenazas más latentes que un paciente debe afrontar; y que en un niño son aún más complejas.

Confieso que de manera recurrente, recuerdo los difíciles momentos por los que tuvieron que atravesar mis padres con su angustiosa búsqueda de médicos con diagnósticos acertados; y en algunos casos soportar con fortaleza la sentencia de algún indolente, que advertía que su hijo no tenía mayor esperanza de vida y que la única opción era esperar el triste desenlace. De igual manera, llega con nostalgia a mi memoria la etapa de hospitalización, las intervenciones quirúrgicas y sus dolorosas recuperaciones; todo aquello acompañado de recaídas que hacían más difícil mi mejoría. Es por ello, que vivir la infancia en los pabellones de un hospital y sometidos a todo tipo de tratamientos, genera en los niños una especie de armadura que impide que un dolor se sobreponga sobre otro. Me refiero al angustioso sufrimiento de las familias y la pesada carga económica que todo esto conlleva. Asimismo, de los cuidados permanentes alertando inmediatamente sobre alguna novedad o nuevo síntoma.

La Fundación SANAR con las actividades que realiza y en su campaña “Tapitas para Sanar”; me regresan al pasado y me miro en un espejo cuando veo a los niños luchando con su enfermedad. Ver a sus padres es ver a los míos. Ver a los médicos es ver de nuevo a los ángeles que los auxilian y ver a quienes se recuperan es contemplar los milagros de Dios. A lo largo de mi tratamiento pude dentro de mi inocencia, dar cuenta que otros niños con los que coincidíamos en los controles jamás regresaban; la única explicación para padres y pacientes era que dolorosamente y al azar; aparecían las letales recaídas que llegaban sin misericordia y sin aviso. Fueron numerosas las etapas por las que tuvimos que atravesar para superar la enfermedad. No obstante, ellas sólo reposarán en la memoria de mis padres, médicos, personas que nos acompañaron durante el proceso y en mente; por supuesto. No es fácil recordarlas, porque no fue la mejor época, pero al mirar hacia atrás siempre damos gracias a Dios por haberlas superado con éxito a pesar de los incontables y frecuentes obstáculos.

Mauricio falleció iniciando el año de 1.997, tomándonos por sorpresa la triste noticia. Una recaída fulminante pudo más que la energía y la vitalidad que tenía a su escasa edad. En ese momento sentí, aquello que años atrás me generaba el sufrimiento por la ausencia de alguien con quien tenía un vínculo especial; el padecer una enfermedad que nos unía o nos separaba en la recuperación o en el dolor. Sin embargo, en la fantasía que guarda señales de inocencia que no se vivieron en la infancia, imagino que cada niño o adulto que muere por causa de una enfermedad, va hacia un mundo paralelo en donde convertidos en ángeles velan por la recuperación de sus pares y en la infinita distancia contagian de fortaleza y optimismo a pacientes, familiares y médicos. Y con seguridad Mauricio está allá.

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